ÉL SONRÍE, ELLA AGRADECE
Madrid. Línea 10 de Metro.
Una delicada adolescente no rescinde
de batallar -como acostumbra- con su maniática pareja a través de su controlador
teléfono. A cinco asientos, un joven bohemio con camisa de cuadros, pantalón
negro, corta barba y largos cabellos rasguea su desgastada guitarra mientras sostiene,
como un experto malabarista, un corroído vaso de plástico.
Ella enloquece, él asienta
cordura.
El artista no cesa de vislumbrar
la afligida cara de la hermosa chica. Cada vez que ella resopla, él sube el
ritmo. En lo que ella desquicia, éste encuentra inspiración. Mientras ella
desespera, él le dedica su mejor canción.
Ella se desmonta, él compone.
En el momento que ella inclina abatida,
él trata de enaltecerla con su precisa oración. “¿Cuánto tiempo crees que podré bailar sobre tu mano sin echarme a
perder?”, se escuchó. A la vez que la conmovida inquieta procura perder la
mirada, él es incapaz de apartarla.
Ella lo percibe;
“mirada universal, de alcance personal. Me hipnotizó por fin, con su
verso letal”.
Al recorrer una triste lágrima su
apenado rostro, él su anhelada felicidad ansía recuperar. El chico su púa le
regaló y ella su lágrima secó. El chico se enamoró, ella apenas lo notó.
Finaliza la canción.
El pobre músico emprende la pausada marcha por
los abarrotados vagones con el recipiente extendido. La agradable anciana de su
derecha colabora con unas monedas, la joven, angustiada, introduciendo su móvil.
Se contemplaron fijamente. El
mundo se detuvo.
El chico le sonrió, ella se lo
agradeció.
“Tú le servirás mejor uso del que
le he prestado yo. Cuídalo.”
El portaminas negro